EL CALOR DEL HOGAR

Se llamaba Felisa. Desde que tengo uso de razón la recuerdo vestida de negro de pies a cabeza. Lo único que dejaba a la vista de miradas ajenas eran sus manos nervudas y estrechas y la cara deslucida por una nariz prominente semejante al pico de un ave rapaz sobre la que se deslizaban una y otra vez sus gafas de pasta marrón. Para salir de casa ocultaba bajo un pañuelo su melena lacia y larga hasta las rodillas recogida en un moño del tamaño de un puño de bebé. Me resultaba imposible dejar de mirarla mientras se peinaba. «No me lo he cortado desde mucho antes de que tú nacieras», me explicaba mientras ensartaba de memoria las horquillas en el pelo.

Se levantaba con el alba y hacía sus abluciones en una palangana. Después, hiciera frío o calor, encendía la cocina con la maestría que dan los años y la ayuda escueta y precisa de un fuelle.

Durante toda la mañana sonaba el chup chup del puchero que hervía muy lentamente sobre la cocina de carbón; los aromas del guiso se adueñaban de la casa y me hacían cosquillas en la nariz antes de escaparse por la puerta de la calle, que siempre permanecía abierta por si algún vecino de paso necesitaba entrar.

Como no había agua corriente en casa, lo traíamos del río en herradas; ella, una en cada mano; yo las dos manos en una, el aro de hierro clavado en mis dedos tiernos. Mis movimientos torpes balanceaban el cubo y el agua se derramaba sobre mis zapatos y dejaba pequeños charcos por el camino. «Qué tontas os volvéis las chicas en la ciudad», me decía entonces mi abuela con el mismo tono que empleaba para anunciar que iba a llover porque las nubes estaban preñadas y el viento había espesado. Posaba los cubos en el suelo para esperarme, se subía las gafas, y, cuando llegaba a su altura, me acariciaba con un movimiento tímido la cabeza; era su manera de decirme que, a pesar de todo, estaba orgullosa de mí.

Cuando la ayudaba a lavar en el río y la corriente se llevaba unos calcetines, las bragas o una camisa porque me quedaba pasmada mirando el croar de las ranas o me levantaba para molestar a una lagartija que tomaba el sol, entonces afilaba la voz: «¿Pero qué os enseñan en ese colegio?», y se metía a toda prisa en el río para recuperar las prendas que a mí se me escapaban. «Que no están las cosas para perderlas», añadía luego mientras se escurría la falda y el refajo dejando al aire unas rodillas que hacía lustros que no veían el sol.

Las sábanas se tendían en el prado para que blanqueasen al sol; el jabón se hacía con sebo; las medias se zurcían; el pan, unas hogazas compactas y más pesadas que mi mochila del colegio, se horneaba una vez al mes y se guardaban en el arcón de la fresquera, la habitación más fría y oscura de la casa, la misma en la que se ahorcó mi tío justo una semana después de que ella muriese.

En la cuadra había conejos, gallinas, un gallo y una pareja de cerdos que había que alimentar y limpiar todos los días por la mañana y al anochecer; los domingos había que madrugar más para que nos diese tiempo a ir a misa con la ropa reservada para ese momento, siempre la misma. Las vacas las vendió cuando de tanto dar de sí las fuerzas se le rompieron. Fue entonces cuando empezó a cambiar huevos por unos cuartillos de leche llena de nata de la que había que cortar con cuchillo; todavía recuerdo las arcadas que me daba cuando tragaba algún resto flotando en la taza.

Por las tardes había que ocuparse del huerto: lechugas, tomates, cebollas, pepinos, puerros, berzas. Tenía también un par de tierras donde sembraba patatas y trigo, pero de esas no se ocupaba directamente, solo de freír los torreznos y preparar la bota de vino y un buen trozo de pan para que el jornalero anduviera bien el camino.

Nueve hijos tuvo. Y no fueron más porque su marido murió un día cualquiera sin avisar. No conocí a mi abuelo. De él solo sé su nombre porque mi padre, que apenas tuvo tiempo de saber si le quería, lo cogió sin permiso de su tumba y se lo puso a mi hermano mayor.

Y es que en esa época no había tiempo para lamentos, ni calles asfaltadas, ni baño en las casas, ni televisión. La electricidad iba y venía y, cuando se quedaba, alumbraba poco más que una lejana constelación de estrellas.

Quién me iba a decir que me acordaría tanto de mi abuela, de lo que disfrutaba con su compañía, una compañía que se fue haciendo cada vez más silenciosa porque le fallaron los oídos antes que el corazón y había que hablarle por señas.

Murió en su cama, en aquella casona llena de habitaciones que envejecían con el tiempo, la nieve llamando a la puerta y el barullo de los hijos que le quedaban vivos y algunos nietos intentando atizar el fuego para que notase el calor del hogar.

Ahora que tengo tiempo libre me encantaría volver allí, donde habitan mis recuerdos, pero no es posible. Mis hijos ya me han advertido de que son muy estrictos con las normas en esta lujosa residencia de ancianos en la que vivo desde hace más de un año.

 

1.er Premio en el XIII Certamen literario internacional de relatos cortos «EN TORNO A SAN ISIDRO» . Saldaña (Palencia).

Dedicado a mi abuela.

 

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