EL ÚLTIMO MAESTRO

Don Julián era un hombre flaco como un lápiz y tan alto que parecía que podía tocar la luna con tan solo ponerse de puntillas y alzar el brazo lo que le obligaba a andar desgarbado ya que tenía que hacer auténticos esfuerzos para mantener el equilibrio. A veces bromeaba con el tiempo que tardaría en dar con la cabeza en el suelo y nos explicaba cómo calcular la velocidad que alcanzaría su cuerpo hasta caer despatarrado. Después hacíamos lo mismo con Consuelo, que era la más bajita de todos nosotros, y con Agustín, que tuvo un problema al nacer y le costaba mucho aprender los números y las letras, pero imitaba a los mirlos y a los jilgueros como nadie; y al terminar con los cálculos de las velocidades, los espacios y los tiempos nos decía con los ojos muy abiertos y una voz grave, como las que se usan en las ocasiones especiales, que eso que acabábamos de hacer se llamaba Física y entonces todos nos poníamos a aplaudir de contentos.

Vestía siempre pantalón de pana, jersey de pico y camisa de cuadros. En verano cambiaba la pana por el tergal y se quitaba el jersey. El tabaco le había teñido los dedos de amarillo y cuando no fumaba, se mordía las uñas. Una vez le salió un padrastro y tuvo que vendárselo para que no se le infectase con el polvillo de la tiza, dijo, pero se le fue la mano y se vendó hasta el hombro. Parecía una momia. Pero una momia de las que había en Egipto, aclaró mientras señalaba un país pintado de amarillo en el mapamundi que colgaba de la pared, justo al lado de la pizarra. De ahí a las pirámides, a los faraones, a los cocodrilos del Nilo y a Osiris solo hubo un paso. Recuerdo que esa noche soñé que me llamaba Cleopatra y que mi casa se llenaba de criados que hablaban una lengua extraña y que en la cuadra había elefantes en lugar de vacas. Me desperté agotada.

Una mañana don Julián llegó tarde. Venía algo sofocado y con el pelo chorreando. Que iba despistado, dijo, y cuando se quiso dar cuenta se había metido dentro de una nube de las que vuelan bajo. Y siguió diciendo que había pasado un poco de miedo porque con tanto vapor de agua condensado no se veía nada, motivo por el que casi se enreda con una isobara que tenía la presión alta y un mal genio racheado. Y mientras hablaba nos mostraba un pequeño roto en la manga del abrigo para demostrarlo. ¡Qué risa! Luego se secó por encima con el pañuelo y empezó con la clase de ciencias naturales.

Por aquel entonces a los niños los traía la cigüeña así que todos los años, por San Blas, íbamos hasta el campanario donde tenían su nido para darles la bienvenida con migas de pan mojadas en leche y con insectos que cazábamos en el prado y que luego metíamos en un tarro con restos de membrillo para darles un toque dulce, como de postre, y conseguir así que se relamieran y oír el ruido que hacían con sus largos picos. Eso se llama crotorar, nos enseñaba don Julián.

No parábamos de aprender. Las cigüeñas crotoran y los elefantes barritan, las hormigas duermen con los ojos abiertos, los pulpos tienen tres corazones.

El corazón de don Julián era enorme, ahí dentro cabíamos todos, la pena es que solo tenía uno y se le rompió demasiado pronto, cuando aún tenía un montón de cosas que enseñarnos. Todavía hoy a veces pienso que si nos hubiese querido menos a lo mejor…

El día que murió, el cielo se tiñó de luto y no brilló ni una sola estrella. Las campanas repicaron sin parar durante horas y nadie aró las tierras. Hasta las gallinas se quedaron mudas y la leche se cortaba cuando ordeñábamos las vacas. El pueblo entero lloró su pérdida.

Después de él ya no vinieron más maestros a la escuela. En su lugar mandaron un autobús que recorría cincuenta quilómetros de ida y otros tantos de vuelta para llevarnos a un colegio lleno de clases y de cursos y de maestros y que tenía hasta un director, un gimnasio, calefacción, un patio rodeado de altos muros para salir a la hora del recreo y una pequeña biblioteca.

Nos separaron nada más llegar. Por edades nos fueron metiendo uno a uno en aulas diferentes llenas de pupitres y con las ventanas pequeñas, excepto a Agustín, que lo mandaron de vuelta a casa. Pero lo que más me dolió fue ver cómo encerraron para siempre los conocimientos en los libros.

1.er Premio en el XX Concurso de cuentos «VALENTINA VENTURA». Tauste (Zaragoza)

Dedicado a Tía Conso

 

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