Poco podía imaginarme ese lluvioso día de septiembre que mi vida iba a dar un giro de ciento ochenta grados. Acababa de perder la venta de una suntuosa casa en una de las zonas residenciales más lujosas de la ciudad cuya comisión iba a permitirme pagar todas las deudas acumuladas durante los últimos tres años; mi novio me había confesado a través de un mísero mensaje de móvil que estaba enamorado de otro, así, sin más, ni un triste emoticón siquiera se molestó en añadir; y, por si eso no fuera suficiente, resbalé nada más entrar en el baño con la lluvia que se había colado a través de la ventana mal cerrada. Para no caerme me agarré como pude al lavabo y golpeé sin querer la jabonera, que salió despedida, chocó contra una esquina del espejo, rebotó sobre la taza del váter y cayó estrepitosamente al suelo rompiéndose en mil pedazos del tamaño de los granos de sal gorda.
Mientras intentaba recogerlos con las manos desnudas, lloraba de rabia e impotencia, ¡qué más podía pasarme!, pero no fue hasta que vi la grieta del espejo que me entró un miedo ancestral, lo que quiera que signifique ancestral, que me cortó de raíz el llanto: desde bien pequeña había escuchado repetir a mi madre que romper un espejo trae siete años de mala suerte y no quería ni imaginar que el día tan horrible que había tenido, y que aún no había terminado, pudiera prolongarse durante tanto tiempo.
Decidí entonces meterme en la cama sin cenar para no tentar a la suerte. Por fortuna estaba tan cansada que dormí del tirón hasta que sonó el despertador. Me levanté hambrienta y de mal humor, aunque el mal humor es habitual en mí a esas horas; hasta que no desayuno, soy intratable. Supongo que esa es una de las razones por las que vivo sola, aunque mi madre tiene una lista de motivos muchísimo más extensa. Me di una ducha rápida y, cuando estaba limpiando el vaho del espejo con la mano para ponerme la crema antiarrugas, vi cómo mi reflejo se agachaba, se doblaba como un contorsionista y salía por la grieta que la jabonera había hecho la noche anterior, apoyando los pies en el lavabo primero y después el resto del cuerpo, para terminar con un grácil salto que lo condujo milimétricamente a mi lado.
—¡¿Pero qué haces?! —exclamé mitad atónita, mitad cabreada. —¡Haz el favor de volver a tu sitio y reflejarme para que pueda verme! —le ordené. Pasados unos segundos de la primera impresión ya me sentía bastante más cabreada que atónita. Pero él se frotaba un corte muy feo que se había hecho en el brazo, con alguna esquirla, supuse, y no me prestaba atención.
Por un momento sentí lástima, un momento corto, pero lo suficientemente largo para que me diese tiempo a sacar el botiquín que guardaba en el armario y tendérselo con el brazo bien estirado para mantenerlo alejado de mí, no me fuera a salpicar la sangre.
—Anda, toma, cúrate esa herida, pero después vuelves por donde has venido, ¿de acuerdo? —le advertí. Y mientras él se limpiaba con un algodón empapado en agua oxigenada, yo me echaba la crema a ciegas y maldecía para mis adentros.
Como se hacía tarde y, además, tenía hambre, recordé que no había cenado la noche anterior, me fui a preparar el café y dejé a mi reflejo concentrado en sus primeros auxilios. Apareció minutos después en la cocina, con una aparatosa venda en el brazo y una media sonrisa en la cara; y sin esperar invitación ni mediar palabra, se sentó frente a mí en la mesa como si me conociera de toda la vida. No tenía ganas de discutir tan pronto así que le señalé con un ligero movimiento de cabeza dónde estaban las tazas. Se levantó y se sirvió un café con leche largo de café, idéntico al mío.
—¿No tienes azúcar? —habló por primera vez. Su voz era cadenciosa, suave y grave al mismo tiempo, idónea para un locutor de radio de uno de esos programas nocturnos a los que llama la gente que no puede dormir. No se parecía en nada a la mía.
—¿Azúcar? ¡Ni se te ocurra tomar azúcar!, ¿qué pretendes, que me ponga gorda como un marsupial? —le contesté ofendida.
—¿Un marsupial?, ¿no querrás decir un elefante? —Hizo una mueca de no entender nada, luego otra de resignación mirando al café y a continuación otra de asco mientras daba el primer sorbo. Dejó la taza sobre la mesa y se puso a mirarme comer como un cachorrillo abandonado. Abandonado y hambriento. Intenté centrarme en los mensajes del móvil, pero su mirada era intensa y afilada como las agujas que utiliza mi madre para bordar mi ajuar, así que terminé por darle, no sin hacer un gran esfuerzo, la mitad de mi tostada. No había hecho la compra esa semana y no quedaba nada comestible en casa, salvo una lata de guisantes a punto de caducar. Los guisantes me dan gases.
Cuando terminamos el desayuno volví a pedirle que regresara al espejo, pero él me suplicó con su voz radiofónica que le dejara en libertad hasta la noche y, como yo seguía sin tener ganas de discutir, accedí. En el fondo sentía curiosidad por saber cómo se desenvuelve un reflejo al otro lado del espejo, aunque eso no se lo dije.
Nos vestimos a la vez, como si estuviésemos sincronizados, él de verde y azul y yo de azul y verde, y salimos juntos hacia la oficina. Me pidió que le dejara conducir, pero me negué y se sentó sin protestar en el asiento del copiloto. En el trabajo lo presenté como un primo lejano que había llegado del pueblo a pasar unos días conmigo. Todos los compañeros comentaban impresionados el gran parecido que teníamos mientras le daban rítmicas palmaditas de bienvenida en la espalda ellos y sonoros besos en las mejillas ellas.
A la hora del almuerzo, temerosa de que metiera la pata porque no dejaba de hablar con unos y con otras, lo envié al supermercado con una lista de la compra, algo de dinero y las llaves del apartamento. Cuando volví a casa, la cena estaba hecha, la nevera llena y el salón parecía otro a la luz de las velas que había comprado en una droguería que estaba en liquidación, según me contó mientras yo me chupaba los dedos con la lubina al horno que había preparado.
—¿Dónde has aprendido a cocinar así? —le pregunté. No imaginaba hornos ni neveras llenas ni mercados abarrotados ni programas de master chef al otro lado del espejo. Y de mí no podía haberlo aprendido puesto que soy una fan incondicional de la comida precocinada. Se limitó a encoger los hombros y a sonreír enigmáticamente mientras me servía un poco más como toda respuesta.
Las semanas siguientes se encargó también de la limpieza y de la plancha, regó y abonó las plantas, compró algunos objetos decorativos que fue colocando con mucho gusto aquí y allá y también unos altavoces para conectar al portátil «por si algún día nos apetece bailar», explicó mientras movía su estilizado esqueleto al ritmo de una música que solo oía él.
Desde entonces mi vida es fantástica en todos los sentidos. Y, además, como tenemos los mismos gustos, —excepto con el azúcar, aunque se nota que ya se va acostumbrado al sabor amargo del café porque ya no hace tantos aspavientos cuando lo ingiere—, ni siquiera tengo que preocuparme de decirle lo que quiero comer, los libros que me gustan o lo que me apetece ver en la televisión. Siempre se adelanta a mis deseos. Incluso se lleva bien con mi madre. ¡Es una maravilla!
Aunque todo es efímero en esta vida y anoche tuvimos nuestra primera discusión. Se empeñó en salir a dar una vuelta aprovechando que era viernes y que al día siguiente no teníamos que madrugar, pero yo no estaba de humor: otro comprador de mi famosa casa, esa de la comisión escandalosa, me había vuelto a dejar con la miel en los labios al arrepentirse justo el día en que habíamos quedado para firmar la venta. Así, sin más explicaciones. Aunque lo peor no fue eso, lo verdaderamente horrible fue enterarme de que dicho comprador era el novio de mi ex, que lo esperaba, el muy cobarde, al volante de un coche de esos que salen en las series de la gente asquerosamente rica aparcado justo delante de la puerta de la inmobiliaria para que fuera imposible no verlo. Ni yo ni mis compañeros, que no dejaban de mirarme y cuchichear sin molestarse en disimular las risitas que se les escurrían de sus bocas maliciosas. La verdad es que tenía un berrinche que no sabía dónde meterme. Terminé en el baño de señoras hecha un mar de lágrimas, con peces y algas incluidos.
Por supuesto la discusión con mi reflejo terminó enseguida. Que sí, que él será muy majo, servicial hasta la saciedad y con una mano en la cocina digna de admiración, pero en casa mando yo, faltaría más. Le dije que no, que no íbamos a salir y, para dejárselo más claro todavía, me tumbé en el sofá a ver una película que no me interesaba lo más mínimo. Al comprobar mi terca reacción se marchó a la cama ofendido y muy, y destaco lo del «muy», disgustado, aunque antes tuvo la deferencia de pararse a recoger la cocina.
Nunca antes lo había visto así y eso me incomodó. Bastante. Hasta me preocupé y todo. No conseguía dormir dándole vueltas a la cabeza. Tenía que hacer algo, y rápido, así que al final me levanté. Todavía no había amanecido. Pasé por delante de la puerta de su habitación, pegué la oreja por si oía algún ruido que me hiciera sospechar que él tampoco podía dormir, —silencio absoluto—, para no despertarlo continué de puntillas hasta el baño y arreglé a toda prisa la grieta del espejo.
Al verlo esta mañana se ha puesto hecho un basilisco y me ha amenazado con marcharse de casa.
—Lo que has hecho no tiene nombre —me dice con su voz de telenovela tan poco afortunada para mostrar enfado. Intento explicarle la teoría del espejo roto y los siete años de mala suerte que me contaba mi madre para amedrentarme, pero no le interesan esas paparruchas, dice, y se encierra en su habitación dando un portazo.
Espero que su rabieta sea una simple cuestión de imagen.
Publicado en el libro recopilatorio del I Concurso de Relato “Juan María Molina Jiménez”.
10 ideas sobre “SIETE AÑOS DE BUENA SUERTE”
Me encantan esos reflejos
Estaría bien tener uno en casa, ¿verdad? He probado a hacerle una grieta al espejo, pero solo he logrado cortarme la yema del dedo anular. Menos mal que existe la ficción.
Qué bonito y original tu relato, Margarita. Me ha encantado, Felicidades!!
Besicos muchos.
A veces me dejo llevar y pasan estas cosas. Me alegra que lo hayas disfrutado.
Un beso grande, Nani.
Estoy sin palabras. Lo mejor que he leído en muchísimo tiempo.
Ruborizada me hallo. Muchas gracias, excusatio.
Qué inventiva. Admirable.
Yo me admiro poco. Quizá deba cambiar de reflejo en el espejo (perdón por la rima).
Amiguis, está buenísimo. Da para mucho más…las aventuras del reflejo. hasta una novela. ¿No crees?
En tus manos saldría hasta una trilogía. A mí tantas palabras juntas se me rebelan, pelean entre sí para aparecer en la primera página y no consigo poner orden. ¡Un lío! 🥰