EL REGALO

El día que cumplí quince años, estábamos confinados todavía y hacía escasas semanas que mi abuela había muerto sola en el hospital por lo que no lo celebramos. Pero mis padres me regalaron una cama nueva, de esas con canapé, ideal para guardar cualquier cosa sólida y, a ser posible limpia, que se pueda imaginar.

Lo que a todas luces no era más que un práctico regalo cambió nuestras vidas para siempre.

Y es que mis monstruos ya no cabían debajo de la cama así que empezó a ser normal encontrárselos deambulando por la casa. Mi hermano gritaba como un mal actor cada vez que se topaba con alguno, y eso que los conocía de cuando compartíamos habitación; y mi padre no soportaba que leyeran el periódico por encima de su hombro mientras desayunaba, y menos aún que comentasen las noticias con sus acentos graves y deformes por lo que me instó muy seriamente a darlos en adopción.

—Con la nueva normalidad ya no es normal tener monstruos en casa; anda, pon un anuncio en internet a ver si alguien los quiere.

Yo, incapaz de imaginar mis días sin ellos, y mucho menos mis noches, propuse tímidamente que se trasladasen a vivir al armario. Fue una buena idea. Hasta que mi madre encontró su chaqueta favorita toda arrugada y llena de pelos y los echó de allí blandiendo una retahíla de adjetivos descalificativos que apenas le cabía en la boca. Tampoco ellos parecían muy contentos de estar recluidos en un espacio tan reducido y poco ventilado. De hecho, el de color verde musgo, el que siempre me avisa si pierdo el norte, empezó a adquirir un tono azulado, como de alga que no sabe nadar, un poco preocupante. Tuve que darle unas friegas con unas pelusas que recogí debajo del sofá mezcladas con polvo de aparador antiguo. Por suerte no le han quedado secuelas.

Entre el teletrabajo, las clases on line y los monstruos pasillo arriba pasillo abajo parecíamos una casa de locos así que mi padre me dio un mes de plazo para encontrarles una nueva ubicación. Mientras tanto, acordamos que los monstruos no saldrían de mi cuarto sin avisar antes y que tampoco usarían el baño en hora punta porque mi madre, que siempre se entretiene con los desayunos, la colada de urgencia y el trapo del polvo, tuvo que ir un día a trabajar sin ducharse porque el monstruo azul se estaba depilando.

Mi madre es cajera en un supermercado y no puede teletrabajar.

Estaba tan ensimismado en pensar dónde alojarlos y en aprender la letra del «resistiré» que no me extrañó el cambio de comportamiento de mi hermana: ella que siempre me había tratado como a un «old-fashioned-outfit», comenzó a hablarme con afecto e incluso me ofreció ayuda con mis monstruos. Tampoco me di cuenta de que le ponía ojitos al beis, mi monstruo más tímido que, además, andaba un poco acomplejado porque tenía las patas muy delgadas y usaba siempre pantalones de pana para disimularlas. Se fugaron juntos un lunes por la tarde. Supongo que aprovecharon que nadie imagina que en plena pandemia a alguien se le pueda ocurrir huir, y menos por amor ahora que no podemos besarnos.

La echamos de menos cuando nos sentamos a cenar. Le tocaba a ella poner la mesa, pero había sobornado a mi hermano con unos cuantos céntimos y su ración de postre para que la sustituyera. Además, ese día cenamos más tarde porque mi madre se entretuvo comprando mascarillas en la farmacia y había mucha cola. Unos minutos de aquí y otros de allá bastaron para que les diera tiempo a llegar al puerto y esconderse en la bodega de un barco carguero con rumbo a Australia. Parecería el guion de una película si no fuera porque los lamentos de mis padres no salían precisamente del televisor. Como mi hermana acababa de estrenar su mayoría de edad, no se pudo hacer nada.

Entonces mi padre decidió no volver a mencionarla nunca más. Estaba tan enfadado que temí que quisiera vengarse del resto de los monstruos, por lo que les busqué acomodo rápido en unos cuantos cuentos de la biblioteca municipal como medida transitoria; sin embargo, les gustó tanto compartir estantes con Pulgarcito, Caperucita y otros clásicos que decidieron establecerse allí para siempre. Y ya pude dejar de preocuparme.

Los sábados, domingos y festivos vienen a casa, —a escondidas, claro—, y dormimos de nuevo todos juntos y abrazados en la habitación de mi hermana, excepto el monstruo rosa, que desde que conoció a Espinete, todo son excusas.

Con mi hermana hablo casi a diario. Al final, como no se adaptaron a vivir boca abajo en las Antípodas, volvieron y alquilaron un pequeño apartamento a tres manzanas de casa. Van a tener un bebé. Y el bautizo será por skipe.

A mi madre la han ascendido. «Ahora trabajo en la caja número 1», dice con tono jocoso para esquivar el cansancio que se le acumula sobre los hombros. Yo la sigo aplaudiendo en cuanto entra por la puerta. Es mi heroína.

Mi hermano pequeño es el único que ha crecido de verdad en esta pandemia. Además se ha enamorado de una niña rusa que se conectó a su clase por error un día plagado de interferencias internáuticas. Desde entonces, en cuanto termina los deberes, se pone a navegar en su busca y, a lo tonto a lo tonto, se ha recorrido ya medio mundo. Espero que esta segunda oleada no le haga zozobrar.

Mi padre, producto del duro golpe que sufrió, tiene una brecha emocional infectada por falta de cura. Le produce un picor intenso en los ojos, dice, por eso le lloran tanto.

Y yo sigo fingiendo que soy feliz y que el virus me ha hecho más fuerte y que no tengo miedo. Llevo la mascarilla a juego con la sudadera y saludo de lejos a los amigos. Y todo con la más absoluta normalidad. Eso sí, aumentada.

1.er PREMIO en el III Certamen de Relato Breve «Dale un giro a tu vida». COP Madrid.
Lema «Normalidad aumentada».

 

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