Dicen los que me conocen que soy extrovertido y que me muevo con la naturalidad y la elegancia de un girasol. Dicen también que soy curioso e inquieto, incluso algo travieso porque no paro hasta conocer las tripas de las cosas y los entresijos de las personas, o al revés, no sé muy bien. Lo que sí sé es que me encanta hacer amigos y jugar con ellos al salir de la escuela; o en las cortas tardes de invierno, cuando el frío y la oscuridad arrecian, tumbarnos juntos en el sofá con la vista fija más allá del techo mientras fantaseamos en silencio.
Daniel es mi amigo favorito. Últimamente pasamos mucho tiempo juntos. Es un chico menudo, con la piel pecosa y el pelo del color del chocolate con leche, aunque ahora ya no le quedan más que unos pocos mechones por su enfermedad y eso. Siempre ha demostrado una sensibilidad especial: es capaz de ver lo que nadie puede ni siquiera imaginar. Me fascinó desde el primer día que lo conocí y no dudé ni un segundo en hacerme su amigo invisible.
Procuro no separarme de él, pero en cuanto surge la ocasión, salgo a toda prisa a la calle y atrapo la lluvia en las palmas de mis manos y la guardo en el bolsillo para regalársela.
A Daniel le gustan mucho mis regalos, sobre todo desde que tiene que pasar largas temporadas en la cama. Recuerdo el día que le llevé la hoja herida de un sauce llorón; se emocionó tanto que incluso llegué a temer por su salud. La cuidó durante más de tres semanas hasta que pudo, por fin, devolvérsela a su dueño. Fue un momento inolvidable cuando ambos se fundieron en un largo abrazo. Desde entonces son muy buenos amigos y, ahora que Daniel apenas puede salir, es el sauce el que va a visitarlo y le informa de todo lo que ocurre alrededor. Le cuenta, por ejemplo, que la amapola, siempre tan coqueta, se ha enfadado con el trigo porque no se cuida los granos y así, con tanta dejadez, ella, dice, no quiere mantener una relación. Le cuenta también que el romero está aprendiendo a nadar porque se ha enamorado de un alga pelirroja,
—Pero, shhhh, no se lo digas a nadie —dice el sauce bajando mucho la voz—, el pobre lo tiene difícil. El alga le ha confesado a un nenúfar que no soporta el fuerte olor mentolado que desprende el romero y lo seco que es.
Daniel se entristece: le cae bien el romero y no entiende por qué la amapola y el alga se fijan solo en el físico. «Hay cosas mucho más importantes», piensa, y luego, animando la voz, le pregunta al sauce por el pino.
—Pues sigue fatal con su alergia; los antihistamínicos no le hacen efecto.
—Pobre.
—¿Sabes?, el que también está fastidiado es el grillo, que se ha quedado afónico por el aire acondicionado que ponen en el local donde ensaya los sábados por la noche y ahora no puede cantar.
Podrían estar todo el día así, hablando sin parar, aunque hay algo que le preocupa a Daniel: desde que le curó la hoja, el sauce no ha vuelto a llorar. El árbol simula estar contento por haberse librado de las lágrimas y ahora pretende que le llamen Sauce a secas, pero sabe que su felicidad no es tal. Sus padres y hermanos están muy enfadados y le acusan de renegar del apellido familiar. También algunos amigos han dejado de hablarle, como el roble, siempre tan recto y tan regio, que no le perdona que haya perdido sus raíces y ya no le ha vuelto a llamar para salir a pasear.
—¡Nunca lo hubiera imaginado! —se queja con más perplejidad que rabia—. Y la acacia y la encina no quieren bailar conmigo en las fiestas forestales que se celebran los últimos viernes de mes, ¿te lo puedes creer? —añade melancólico.
Solo el alcornoque, con el que nunca había intercambiado más que saludos educados, entiende por lo que está pasando y se mantiene firme a su lado.
Daniel, para consolarlo, acaricia su tronco con suavidad y dibuja con el dedo imágenes inventadas en sus hojas.
Le pongo el agua de lluvia sobre su frente ardiente. Sé que le alivia. Las dos últimas semanas su salud ha empeorado, apenas abre los ojos y casi nunca sonríe. Sus padres, afligidos, no le dejan solo ni un instante. Ya no puede recibir visitas, pero yo estoy siempre aquí, a su lado, silencioso y muy quieto para no molestar. A veces, cuando su madre se queda dormida, recojo sus lágrimas y empapo con ellas la cara de Daniel, que me lo agradece con un susurro.
Hoy lo han enterrado debajo del gran ciprés, en la zona más tranquila y soleada del cementerio. La gente se apiña alrededor de su tumba para darle el último adiós. No falta nadie del pueblo, ni siquiera el pino, que no deja de estornudar.
Daniel agarra con fuerza mi mano y echa un último vistazo al lugar.
—¿Estás listo? —le pregunto. Daniel asiente y echamos a andar.
A lo lejos, el sauce mueve sus ramas a modo de despedida mientras las lágrimas empapan sus raíces.
Publicado en la antología de los XVII Premios literarios Constantí. Nou Silva Equips. Silva Editorial (Tarragona)
Relatos de amistad.
6 ideas sobre “MÁS ALLÁ DE LA AMISTAD”
¡¡¡Qué preciosidad!!! ❤️💖
Si tuviera que comentarlo en voz alta, no me saldrían ni las palabras en susurros.
Como siempre, hablas de la naturaleza cuando en realidad hablas del mundo. Muestras a las plantas cuando estás describiendo a las personas. Cuentas historias en forma de fábula cuando estás gritando las injusticias y la realidad que nos atenaza.
¿Cuántos «amigos invisibles» velarán por nosotros sin que nos demos cuenta?
Enhorabuena, Margarita. Otro aldabonazo directo al corazón.
Muchísimas gracias por tanto arte para contar.
Abrazo grande y con los ojos enturbiados.
Pues susurra, Jose Antonio, susurra, porque tus palabras son necesarias en el mundo, en este mundo que habitamos tan lleno de todo, de todos, y a la vez tan vacío.
Creo con absoluta certeza en los amigos invisibles, pero no se lo digas a nadie o me tacharán de loca y me echarán de la novela.
Gracias, muchas gracias por tus lecturas entre líneas y esas disecciones artísticas que siempre, siempre, siempre enriquecen la historia.
Un abrazazo.
Una vez más, Margarita, nos enterneces con una historia de cuyo trasfondo duro y dramático sabes trasladarnos la belleza de los sentimientos más gratos, esos que supuestamente son patrimonio únicamente humano (¿y por qué no compartidos con otros seres vivos tal cual fabulas?).
Seguro que tus protagonistas habrían hecho buenas migas con Elwood P. Dowd (James Stewart), cuya bondad, cordialidad y continua disposición a ayudar resulta admirable, aunque algunos no comprendan su amistad con su inseparable Harvey (un conejo de dos metros que siempre le acompaña). Y es que la película «El invisible Harvey» demuestra, como tu entrañable relato, que cuando la imaginación y el amor laten, el mundo trasciende las limitadas fronteras materiales.
Un inefable abrazo.
Una vez más cine y relato unidos por la magia de tus palabras, Ana. Al final, la magia no es otra cosa que saber decir; y emocionarnos con lo que nos dicen. Y eso no sería posible si no escuchamos primero y dejamos que el mensaje nos cale; da igual que sea cine, pintura, escultura, una tortilla de patatas recién hecha, los pasos lentos de un anciano, la línea del horizonte, un charco, una lágrima, la flor incipiente de un geranio, las ramas de un sauce llorón mecidas por el viento. Todo lo que nos rodea nos habla. Hasta lo que no vemos, lo que solo podemos sentir, esos amigos invisibles que nos dan con el codo cuando nos despistamos o nos bajan la fiebre con espuma de mar. Pero todo esto tú ya lo sabes.
Por la magia, que no es otra cosa que imaginación y amor.
Un abrazo de colores.
Un cuento para la infancia y para todos los públicos, lleno de sensibilidad, empatía, calor humano y amor a la naturaleza.
Un abrazo, Margarita.
Desde que quitaron los rombos de la tele, así es la vida, apta para todos los públicos, y así hay que contarla. Aunque duela.
Gracias por tu visita, Ángel.
Un abrazo.