SESIÓN DE TARDE

Tengo miedo. Los pájaros de mi cabeza se están quedando sin plumas y en el estómago no revolotean ya las mariposas de antaño. En su lugar hay un par de peces glotones que se alimentan de mi flora intestinal y me arañan las entrañas con sus brillantes escamas plateadas. Toni dice que no me preocupe, que eso es por el paso del tiempo, y después, de corrido, sin siquiera tomar aire para respirar, dice que vayamos al cine, que echan una película de aventuras que tiene muchas ganas de ver.

Nos sentamos en primera fila porque a Toni no le gusta ponerse las gafas. El protagonista de la película tiene aproximadamente mi edad, las piernas un poco torcidas, —Toni dice que eso le pasa por montar a caballo—, y los brazos del color del chocolate con leche desnatada. Yo solía ponerme así de morena, incluso más, cuando iba a la playa, pero eso era antes de que a Toni le diesen alergia «la arena salada, las conchas de los bivalvos y las sombrillas coloridas y horteras de tergal barato», dice pronunciándolo de corrido como si todo fuera la misma cosa.

El protagonista vive en un poblado de casas pequeñas, como de plastilina, unidas entre sí por anchas calles de tierra en las que los vecinos dejan sus huellas y hablan unos con otros como si de verdad se alegraran de verse. El chico, que se llama Martin, así, sin acento, no me quita ojo mientras actúa y eso me hace sentir un poquito incómoda. Toni no tarda en darse cuenta y noto cómo en su cara se van sucediendo diferentes muecas de fastidio. Toni Tiene un amplio repertorio de muecas. Las que más usa son las de fastidio, aunque también las tiene de cansancio, de indignación, de impaciencia, de incredulidad y de rabia; también tiene una que, si no te fijas bien, puede confundirse con una sonrisa.

Unas cuantas escenas después, mientras Martin conduce su jeep a través de la jungla y me saluda por el espejo retrovisor, un elefante sale de improviso de detrás de una palmera cocotera y se cruza en su camino. Sin tiempo para maniobrar, Martin y su jeep se empotran contra su barriga. El elefante barrita muy enfadado y eleva su trompa con gesto amenazador. Aterrada, me cubro los ojos para no verlo, aunque miro a través de mis dedos separados. Cuando todo parece indicar que va a aplastarlo de un trompazo, el inmenso paquidermo comienza a agitar una y otra vez sus grandes orejas, cada vez más y más rápido, lo que provoca unas rachas de viento huracanado que se cuelan inmediatamente en la sala. Con una mano me sujeto al reposabrazos de la butaca y con la otra me protejo la cara de la polvareda y de las ramas que se desgajan de los árboles. Vuelan también palomitas, un par de latas de refrescos vacías y una señora muy delgada que estaba sentada en la sexta fila —(y que conozco de la terapia, pero, shsss, de eso no puedo hablar porque a Toni no le gusta nada que vaya a terapia; dice que es una estupidez y una pérdida de tiempo y de dinero pagar a alguien para contarle tu vida)—.

La gente, tambaleándose los que consiguen ponerse en pie, emite gritos efervescentes para que les devuelvan su dinero mientras la señora muy delgada de la sexta fila —(y que conozco de la terapia)— planea sobre el público con cara de éxtasis y la falda y el moño alborotados. Martin, con expresión atónita y azorada, no sé si por el susto, el disgusto o el cambio inminente de guion, se limpia la sangre que le chorrea de la frente con el dorso de la mano, y esta, a su vez, con los pantalones. Toni dice, elevando mucho la voz, que todo es por mi culpa y que… No puede seguir hablando porque una palomita se cuela en su boca abierta y comienza a toser.

En ese momento el director de la película sale a escena gesticulando como un loco y pidiendo a voces que corten. «¡Que corten y que alguien haga el favor de llevarse al maldito elefante!». Al instante una muchacha con cara de muñeca de porcelana y maillot de lentejuelas irisadas que parece escapada de un circo aparece por la izquierda de la pantalla, se sube de un grácil salto a la grupa del elefante y lo saca mansamente de allí. El viento cesa de repente y la señora delgada de la sexta fila —(y que conozco de la terapia)— cae en picado sobre un espectador calvo, idéntico al del anuncio de un famoso producto de limpieza, que, atento a la trayectoria de la mujer, la coge al vuelo. Los espectadores aplauden a rabiar y les hacen una gran ovación. Ellos, cogidos de la mano, interpretan varias reverencias con las que agradecen el entusiasmo de un público tan entregado. Poco a poco va cayendo también el polvo que estaba en suspensión, las palomitas, las latas vacías, una carta de amor sin terminar y un pañuelo para los mocos de los de tela, con las iniciales bordadas, que nadie sale a reclamar como suyo.

Toni dice que nos marchamos ya. Me despido de Martin con un leve movimiento de cabeza y él me lanza un beso que cojo disimuladamente y guardo en el bolsillo de mi chaqueta.

Fuera brillan las primeras estrellas. La ciudad todavía conserva la calidez de las transacciones diurnas y a lo lejos se oye el murmullo de las golondrinas en un balcón. Camino despacio. Toni dice que me dé prisa, pero no le hago caso. Sus zancadas apresuradas le alejan de mí. Con cada una de ellas se vuelve más y más pequeño hasta convertirse tan solo en un punto. Un punto y final.

*************

Seis meses después…

He vuelto a ir a la playa.

Ah, el beso de Martin encogió estrepitosamente cuando lavé la chaqueta, pero ¡qué se puede esperar de un beso de película!

2º Premio en el I Certamen de Relato Breve «Dale un giro a tu vida». COP Madrid.

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