Fue el día que cumplí ocho años. Mi madre me regaló una carpeta y una copia de las llaves de casa. Cuando llegué del colegio la encontré tendida en el suelo. Cubierta tan solo con una pequeña toalla, quedaban a la vista sus numerosas cicatrices y los moratones más recientes. El incidente que desencadenó la brutal paliza fue un trozo de cáscara de nuez en la ensalada.
—¡Quería que muriese atragantado, la muy puta! —vociferaba mi padre mientras la policía se lo llevaba esposado.
—¡Seré juez! —grité entre lágrimas para que pudiera oírme—. ¡Y meteré en la cárcel a la gente como tú!
Sobre los autos, sentencias y procesamientos que abarrotan la mesa de mi despacho reposa la carpeta que ella me regaló. Sus amarillentas tapas custodian las historias de otros niños que, como yo, tuvimos que aprender a caminar haciendo equilibrios entre la memoria y el olvido.