El sol se atusa los rayos todavía somnolientos que se reflejan en los adoquines desgastados de la Cuesta de Santo Domingo. Faltan tan solo unos minutos para que comience el encierro. Con los ojos cerrados, me concentro en el sonido de mi respiración. Profunda y regular se eleva por encima del bullicio de la gente que espera impaciente detrás de las vallas para disfrutar del espectáculo. Recuerdo la primera vez que mi padre me trajo a verlo. Me subió sobre sus hombros y en cuanto aparecieron los toros supe que, de mayor, yo quería estar aquí cada siete de julio. Me he preparado duro desde entonces y he visto muchos encierros imaginando este momento. Y aquí estoy. Por fin. En la línea de salida. Dispuesta. Emocionada. Con los nervios asomando en los bolsillos de mi pantalón blanco inmaculado. Antes de abrir los ojos, me encomiendo a San Fermín y le pido su bendición. Después le pido también que no tenga que salir corriendo con ningún herido en la ambulancia.
Relato presentado al X Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín
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