Mi cliente era un escritor acusado de maltratar a sus personajes. Me pareció un caso atractivo por su excentricidad en el que litigar adquiría una connotación como de folletín de ciencia ficción.
Preparé un buen argumentario con frases fantásticas de sus cuentos y extractos correlativos de los interrogatorios que realicé, entre otros, al pirata Barbarrosa, a hadas, sirenitas y huérfanos que encontraban en América a sus mamás. Finalmente añadí las plumas y las huellas de las patas encontradas en las páginas como pruebas irrefutables de que eran ellas las que cambiaban las tramas que escribía mi cliente por otras tristes, tortuosas y lamentables mucho más acordes a sus intereses. Pero dio igual. El juez leyó el veredicto de culpabilidad y abandonó la sala con premura.
Fui un mentecato al no darme cuenta de que, mientras las perdices volaran libremente sobre nuestras cabezas, esta historia no podría tener un final feliz.