COSAS DE LOCOS

Todo sucedió una tórrida tarde de verano, una de esas en las que las chicharras, en lugar de cantar, beben y beben y vuelven a beber. La policía vino a buscarme con una orden de arresto.

—¿De qué se me acusa? —pregunté abanicándome con la cartilla del paro. Cualquier cosa era buena para espantar el calor.

—De haber perdido el juicio —contestó el que se parecía a Popeye.

Debí haberlo imaginado.

Les pedí un momento para dejar comida suficiente a Piolín por si la cosa se alargaba y muy amablemente me lo dieron. Era un momento precioso, de los más bonitos que había visto en mi vida: brillante, pero sin estridencias ni alharacas, suave al tacto y con unos lunares que en cuanto aplaudías se arrancaban por seguidillas.

Los acompañé sin oponer resistencia. En comisaría me condujeron directamente a la sala de interrogatorios donde el Inspector Gadget, responsable de la investigación, esperaba con un montón de preguntas. Solo dejé sin responder la número ciento veintisiete. Había que hallar el área de un trapecio y no me apetecía calcular medianas, a mí siempre me ha gustado calcular a lo grande.

Al final me arrestaron por lista.

Ahora comparto celda con la Pantera Rosa y hacemos unos dibujos de lo más animados.

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