DÍA 6

Termina de fregar los platos, —es poca cosa, ella sola apenas mancha—, y se sienta un rato a ver la televisión. La tiene casi todo el día encendida; las voces le hacen compañía y amortiguan el ruido de sus pensamientos.

Está deseando que llegue la Navidad. Le gusta La Navidad; la gente parece más amable y canta villancicos a todas horas como si estuviese contenta. «Además, con tantas luces en las calles apenas se acuerda una de las sombras», piensa, y sonríe levemente, como si le doliese.

Ya ha comprado el turrón, del blando, claro, por los dientes, y como gasto extra, uno de yema, que es el que más le gusta desde que su marido se lo dio a probar cuando no eran más que unos novios inexpertos y abrumados por los sueños. También ha repuesto la botella de mistela; la del año pasado todavía está a medio terminar, pero tanto tiempo abierta igual se ha picado, no como los mazapanes, que ahora los venden en bolsitas individuales y no se estropean, así que abre la caja sin miedo y elige uno con forma de caracola que le recuerda a cuando iban de vacaciones a la playa la primera quincena de agosto. Antes los hacía ella en casa, los mazapanes, y sus hijos se chupaban los dedos, literalmente, pero ahora, para ella sola, ya no se molesta. Se emociona al recordar cómo se metían un polvorón entero en la boca e intentaban hablar: lo ponían todo perdido de migas y de carcajadas. La casa se quedaba pequeña con tanta alegría pululando en el ambiente.

Apaga la tele y se marcha a la cama. Los recuerdos la agotan.

Al pensar en los Reyes Magos le entra como un gusanillo por el estómago que le llega hasta la garganta; «ni que tuviera seis años», se avergüenza. Les escribió hace más de un mes, aunque sabe que no es necesario decirles nada; después de tantos años, ochenta y tres los que cumpla la semana que viene, la conocen al dedillo y hasta podría aventurar que se han hecho amigos. Está segura de que no la fallarán.

El cinco por la noche saca las copas de la vajilla de boda que aún sobreviven: cuatro, más que suficientes, y coloca los dulces bien dispuestos en una bandeja. Para los camellos prepara hierba recién cortada en el parque de la plaza y, junto con el agua, la coloca en el rellano de la escalera. «Ahí estarán a salvo del relente y no molestarán a nadie», piensa. Y justo antes de acostarse, mete la botella de vino a enfriar. Lo repasa todo en su mente varias veces antes de dormirse; quiere que todo salga perfecto.

El seis se despierta muy temprano. Son los nervios, ya lo sabe, siempre le pasa lo mismo; los aparta de un manotazo y remolonea en la cama un poco más. Se levanta a las nueve en punto, impaciente y, tras una ducha rápida, se pone el último vestido que se compró en las rebajas de hace dos años, uno marrón, un marrón como el de la tierra húmeda, con unas flores blancas que de tan bonitas hasta parece que huelen como si fuesen de verdad. Se recoge el pelo en un moño bajo y se calza los zapatos de los domingos. Deja para el final los pendientes que le regaló su marido en su cincuenta cumpleaños. Después de echar un último vistazo al espejo, respira hondo un par de veces y se dirige al salón. Se para en mitad del pasillo y aguza el oído, aunque lo único que oye es su corazón acelerado.

Los encuentra sentados en el mismo sitio de la última vez. Gaspar, el más dicharachero y goloso, ya ha dado buena cuenta del turrón. Se abrazan felices de volver a verse y, alrededor de la mesa camilla, entre anécdotas y chascarrillos, se escabulle el día sin darse apenas cuenta.

Se despiden cuando llega la noche. Los Reyes Magos aún tienen un largo camino por delante. Desde la ventana, los ve alejarse a lomos de sus camellos; no aparta la mirada hasta que se hacen tan pequeños que ya no puede distinguirlos.

Entonces regresa a la cocina y termina de fregar los platos. Es poca cosa, ella sola apenas mancha. Luego coge el rotulador y, en el calendario que tiene clavado con una chincheta en una junta de los azulejos, tacha el día que ya ha terminado: seis de marzo. Desde hace años, no recuerda cuántos, celebra la Navidad siempre que su imaginación se lo permite. Le gusta la Navidad. La gente parece más amable y canta villancicos como si estuviese contenta.

Se queda dormida con la televisión encendida y una sonrisa colgada de la comisura de la boca.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

13 ideas sobre “DÍA 6”