CONTARLO PARA VIVIRLO

En cuanto abro la puerta, sale disparado un conejo blanco que se enreda entre mis piernas y desaparece calle abajo gritando que llega tarde. Casi me caigo del susto. Respiro hondo durante unos minutos para armarme de valor antes de asomar ligeramente la cabeza. Enseguida un hombre que fuma en pipa me hace señas para que entre rápido y me ruega silencio en inglés mientras examina una escoba tendida en el suelo con signos evidentes de maltrato.

Camino de puntillas. No he dado ni tres pasos cuando un chaval con una extraña cicatriz en su frente llega dando voces:

—¡¿Pero no ves que se está quemando?! —y señala el fuego alimentado por las aspas de un molino. Sobre él, una marmita descascarillada impregna el lugar de fragancias misteriosas—. ¡Date prisa!

Echo a correr tras él, pero tropiezo con un rey de ropajes antiguos que, apoyado en la pared, sostiene una calavera en su regazo.

—¡Ten más cuidado, muchacho! –brama mientras dos chicos recostados sobre una balsa de troncos se burlan de mí.

—Perdón —contesto ruborizado, y me encamino hacia una rosa que asoma detrás del mostrador de información. Junto a ella, una serpiente que parece haberse tragado un sombrero empieza a enroscarse en mi cuello. El miedo me paraliza.

Justo entonces aterriza a mi lado una mujer, cierra su paraguas y, esbozando una enorme sonrisa de las que te acarician la cara, intenta tranquilizarme:

—Es tu primera vez en una biblioteca, ¿verdad?

¡Feliz Día de las Bibliotecas!

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