Me hice un hombre aquel verano del 81, cuando aún me quedaban seis días para cumplir doce años.
Mis padres nos habían dejado en el pueblo, al cuidado de los abuelos, hasta que comenzase el colegio. Nos encantaba ir al pueblo, jugar en la calle con los otros chicos, esquivar los excrementos que las vacas y las ovejas dejaban a su paso camino de los corrales, bañarnos en el río, montar en bicicleta o navegar sobre un mar de trigo montados en los lomos del tractor del Eladio; además nos chuperreteábamos los dedos con los deliciosos guisos que la abuela cocinaba a fuego lento en la cocina de carbón. En ese caserón de gruesas paredes de adobe se respiraba un ambiente fresco, festivo y amable que invitaba a quedarse allí para siempre.
La única nota discordante del verano era Alberto, el nieto del panadero, un bravucón con menos cerebro que amigos que estudiaba interno en un colegio de la capital. Regresaba al pueblo en vacaciones y no le gustaba ver a los «forasteros», así nos llamaba, corriendo por sus calles, pero era tan cobarde que solo se atrevía a meterse con los más pequeños. Cuando esa tarde mi hermano llegó a casa llorando otra vez, perdí la paciencia y salí en su busca. Fue una pelea desigual porque él me sacaba tres años y más de una cabeza. Me llevé un buen puñetazo en el ojo, una patada en el estómago y algún que otro rasguño y él tan solo un arañazo no demasiado profundo en el brazo; sin embargo, después de todo me sentía muy orgulloso porque, mientras mi abuelo me limpiaba las heridas y me repetía mil veces que pegando a la gente no se solucionan los problemas, no se escapó de mi boca ni un quejido, ni mucho menos lloré. Mi padre me había enseñado que los hombres de verdad no lloran.
Al día siguiente me levanté dolorido. Lo primero que vi cuando entré en el baño fue el moratón que me había salido en la cara reflejado en el espejo. Una sonrisa pequeña y orgullosa se dibujó en mi rostro algo deformado. Abrí el grifo, formé con las manos un cuenco que coloqué debajo del chorro y, de repente, como si un relámpago hubiera atravesado todo mi cuerpo, dejé caer el agua con tanta fuerza que salió despedida y empezó a chorrear por los azulejos. Se formó un charco en el suelo que no dudé en pisar antes de inclinarme de puntillas para acercarme todo lo posible al espejo y analizar con detenimiento cada milímetro de mi cara tumefacta: color del moratón, forma, textura, grado de inflamación,… ¡Sí, todo coincidía! Entonces entendí, lo entendí todo. Mi madre no es esa mujer torpe y despistada que frecuentemente se golpea con las puertas sin darse cuenta.
Y dos lágrimas afiladas comenzaron a rodar por mis mejillas.
Finalista en el IV Concurso de Relatos Cortos sobre la violencia de género. Fundación Luz Casanova y la colaboración de Escuela de Escritores y Libros.com.
20 ideas sobre “LOS HOMBRES NO LLORAN”
M gustó desde la primera vez q lo leí. Triste pero tan real como la vida misma… x desgracia😢. Me gusta mucho como escribes🙂😘
Luego dices que me pongo ñoña.
Gracias, Vecina (y mira que vives lejos, ehhh). 😍😘
Margarita, lo primero muchísimas felicidades por ser finalista.
Un gran relato, con una gran historia. Esa imagen frente al espejo es genial.
Enhorabuena.
Besos.
Gracias por tu lectura, Javier, y por venir hasta aquí.
Desde mis primeras letras, amigo fiel.
Besos
Hermoso en su tristeza. Besitos.
La tristeza también puede ser bella, aunque no nos guste.
Tu comentario me llena de alegría. Gracias, María del Mar.
Lo primero felicitarte.
Lo segundo darte las gracias por mostrarnos una realidad tan dura pero con una extremada belleza.
Felicidades !
Las gracias te las tengo que dar yo a ti, Eva, por la felicitación, por venir hasta aquí, por comentar.
Qué buen relato, Margarita, y qué mal descubrimiento con el que se hace hombre. Muy bien contado.
Felicidades por ser finalista, bien merecido.
Un beso!
Carme.
Descubrir tendría que sinónimo de progreso y felicidad. Por desgracia no siempre es así.
Gracias por llegar hasta aquí, M.Carme.
Un beso
Genial!!! Está comprobado que el mejor aprendizaje proviene de la propia experiencia.
Sí, es el más difícil de olvidar. Algunas experiencias no deberían haber salido nunca de las páginas de un mal libro.
Un abrazo, Isidro
Me quito el sombrero. Me ha encanto como nos llevas hasta el final Margarita y lo bien que reflejas como educamos a nuestros hijos y lo equivocados que aveces crecen. Muchas felicidades.
Besicos muchos.
Educar a los hijos no es nada fácil. A veces pienso que algunos demasiado bien están para tantos errores. Supongo que el amor que les tenemos ayuda a aliviar «los efectos secundarios» de las meteduras de pata.
Gracias por venir, Nani.
Un montón de besos
Triste pero precioso.
Gracias, CarMac.
A ver si conseguimos que en la vida real se quede solo «el precioso».
Me ha gustado mucho, aunque la lectura de este relato me ha dejado un sabor agridulce. En mi opinión, lo mejor, y que es marca de la casa, es el giro argumental de la trama que casi siempre imprimes al final de tus relatos, logrando dejar una sensación a medio camino, entre asombro y satisfacción, pero que en este caso, juega con la frustración al dejar un sabor amargo, que te deja casi noqueado. Estos finales son los que se ganan mi fidelidad al blog, avivando el interés para esperar con anhelo el siguiente relato. Enhorabuena!
Pues tengo buenas noticias, Javier: hay dos relatos esperando turno para salir publicados. Espero que ninguno de los dos finales te decepcione. Menuda responsabilidad!!!
Y el resto no puedo contártelo porque tendría que matarte ;-))
Ah, para el sabor agridulce, ¿qué tal un caramelo de menta? Afina la voz además. Por si nos diera por cantar lo digo. Celebrar lo celebramos seguro.
Uf, un relato duro.
Los niños son los eternos olvidados.
Como dices tú en otro comentario, que no sea por no intentarlo.