HACERSE UN HOMBRE

No debí hacerles caso, pero cuando uno es joven, se deja arrastrar por los amigos, sobre todo si son tan enrevesadamente convincentes como Macario. Macario se hacía llamar Mac porque aseguraba que descendía de irlandeses, aunque ni fuese pelirrojo ni tuviese los ojos azules ni pecas visibles en su rostro y suspendiese el inglés.

Llegó un día al instituto contando que lo había hecho por fin y, mientras lo contaba, parecía más alto, más robusto, como más hombre. Recuerdo que en ese momento yo le quitaba el papel plata a mi bocadillo de mortadela y que se me quitó el hambre de repente; solo tenía ganas de matarlo, o de morirme, no lo sé muy bien. Empezó a dar detalles, tantos detalles y tan minuciosos que pensé que era imposible sentir todo eso la primera vez: nervios y miedo y curiosidad y un placer de tal magnitud que se extiende como un torrente desde la cabeza hasta los dedos de los pies y no acaba ahí. Cuando terminó de hablar, extendió la mano derecha, la acercó a nosotros y dijo acentuando aún más esa voz suya flácida y atiplada:

—Mirad, todavía me dura el olor —y, antes de que pudiésemos olerla, se la llevó a los labios y la besó—; no pienso lavarme nunca más.

Una arcada me subió por el vientre y se detuvo en mi garganta. Tiré el bocadillo a la papelera y volví a clase. No pude concentrarme. Ni dormir esa noche, ni la del día siguiente.

Como me temía, una semana después, los demás también lo habían hecho. Intercambiaban impresiones entre ellos como auténticos colegas y se reían manteniéndome al margen de sus carcajadas. Me miraban como se mira a un pececillo a través del cristal de la pecera.

—Ay, Andrés, Andrés, espabila —me decían condescendientes; y para animarme me daban golpecitos en la espalda con una mano y con la otra escondían las risotadas que les colgaban de la boca. Después se marchaban bien juntos, sin dejar un solo resquicio entre ellos por el que poder colarme, y me dejaban a solas con mi bocadillo de mortadela y mi bochorno.

Yo no quería. No necesitaba hacerlo, estaba bien como estaba, para qué complicarme la vida. Me lo repetía una vez y otra para acallar las ganas urgentes que parecía sentir de repente mi atolondrado cuerpo adolescente que, hasta ese momento, se había mantenido manso e indulgente. Esa voz que gritaba dentro de mi cabeza a cualquier hora del día y de la noche: «Eres tonto, Andrés, muy tonto», «nunca serás un hombre», «comerás mortadela el resto de tu vida», se convirtió muy pronto en una tortura que me robaba el sueño, el hambre y los amigos.

El curso terminó y ninguno de mis compañeros me deseó un buen verano. Me sentía tan apesadumbrado y cobarde, —sí, también cobarde—, que no salía de casa, evitaba la piscina y a los vecinos en el ascensor y me pasaba el día metido en mi habitación con el ventilador puesto y la música a todo volumen; pero aún así las voces de mi cabeza se reían de la música alta y de mí. Así que al final me decidí. Fue un sábado por la noche. Mis padres habían salido, mi hermana dormía en casa de mis tíos. Me puse la camisa blanca reservada para comuniones y entierros, «que menos que estar presentable la primera vez», pensé; cogí dinero, las llaves de casa y salí. A pesar de que a esas horas ya no hacía calor, yo no podía parar de sudar. No sé ni cómo llegué hasta allí preocupado como estaba en que el temblequeo de mis piernas no me hiciera trastabillar. La luz del establecimiento se veía desde lejos, como el centelleo de un faro que te guía y te disuade, te guía y te disuade, te guía y te disuade.

Entré cabizbajo, con la vergüenza sobresaliendo de los bolsillos de mi vaquero. La mujer me miró con ojos inquisitivos:

—¿Qué necesitas, chaval?

Chaval. ¡Me llamó chaval! Esas seis letras se clavaron en mi orgullo con tal virulencia que aún conservo la cicatriz. Carraspeé. No conseguía que me saliera la voz. Miré alrededor y al final señalé con el dedo sin mucha convicción.

Saqué la cartera. Ella me dio un cigarrillo.

—¿Quieres fuego?

Asentí con la cabeza, sin atreverme a levantar la vista todavía.

—Qué, ¿es la primera vez?

Aspiré tímidamente; no había llegado el humo todavía a mis pulmones cuando empecé a toser. Pensé que iba a morirme allí mismo, el pecho vestido de blanco, como los difuntos.

Tiré el cigarrillo y corrí avergonzado hasta llegar a casa. Me tumbé en la cama sin descalzarme y la almohada, solícita, se encargó de mi llanto.

Al día siguiente volví. Y al otro. Y todos los días que pude escabullirme de mis padres hasta que comenzó el curso. A mis amigos no les conté nada; en realidad ya no éramos amigos así que no tenía ningún sentido. Pero una tarde, a pesar de que me había ocultado en un oscuro rincón del barrio, Mac me pilló en plena faena. Intentar escabullirme fue tarea inútil.

Le faltó tiempo para contárselo a todo el mundo. Entonces me felicitaron. Me abrazaron. Bromearon hasta hartarse. Y volvieron a comportarse como mis queridos amigos de siempre. Pero yo ya no me sentía como un pececillo atrapado en un tarro de cristal. Ahora era un hombre y no los necesitaba para confirmarlo.

Con ella me bastaba. Acudía a ella si me sentía solo, nervioso o eufórico; si no podía dormir, ella; para estudiar, ella; en las fiestas, ella. A todas horas ella. Una dependencia que me iba consumiendo sin que yo me diera cuenta. O sí, pero no quería verlo.

Me planteé dejarla en un par de ocasiones; sin embargo, apenas aguantaba unos días, y desesperado, volvía a buscarla en mitad de la noche, suplicando sentirla de nuevo por todo mi cuerpo, y entonces la cogía con más ímpetu, como los amantes después de una acalorada discusión.

Terminé el instituto, la universidad, encontré un trabajo, alquilé un apartamento en el centro. Mi vida iba sobre ruedas hasta que hace un par de meses me diagnosticaron un enfisema pulmonar.

¡Maldita nicotina!

Después de tantos años he roto con ella. Definitivamente. Ha sido una ruptura abrupta, difícil y dolorosa. Al menos tengo el consuelo de los bocadillos de mortadela: son los únicos amigos leales que me quedan.

Publicado en la antología CODA AL QUIJOTE. Editorial DONBUK

 

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