DAÑOS COLATERALES

Después de peinarme las trenzas, me esparce el protector solar por la cara con la misma parsimonia con que unta la mantequilla en las tostadas.

Cuando murió la abuela, nos trasladamos a vivir a la ciudad; ya nada nos retenía en el pueblo, pero mi madre no se acostumbra. Se queja de que los huevos no saben a gallina, la harina está demasiado refinada y los hornos eléctricos son un fiasco y se le queman las tartas. Donde esté un buen horno de leña, se lamenta mientras termina de planchar mi caperuza roja.

El lobo le pega cariñosos lametones en las piernas para animarla; está tan preocupado que se niega a dejarla sola y no sale a la calle ni siquiera para hacer sus necesidades.

No sé cómo va a terminar todo esto. Quizá no debería haberme empeñado en reescribir mi historia.

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