Dos palmaditas en la espalda y un abrecartas con mis iniciales grabadas en el mango. Eso es todo lo que recibo como despedida por mi jubilación. Ni siquiera un «gracias por sus servicios, Martínez» o «le esperamos pasado mañana en la comida de Navidad».
¿Un abrecartas para qué? ¡Pero si ya nadie escribe cartas! Ni siquiera Hacienda. Como no se lo regale a los Reyes Magos; quizá ellos todavía reciban alguna. ¿Qué diablos hago con él? Con él y con todo este tiempo libre que me clava las saetas del reloj en los tejidos blandos de mi cuerpo. Y más aún en esta época en que todo el mundo se empeña en quererse y en imbuirse de buenos deseos y derrocharlos con unos y con otros; como si diciembre llegara año tras año con un virus de fábrica y el muy canalla soplara y soplara y por una suerte de estúpida magia contagiosa nos volviéramos todos, además de mentirosos, gilipollas.
Por si fuera poco, tengo que aguantar las lucecitas parpadeantes de mis vecinos a un palmo de mi cara en este patio interior minúsculo que nos une; mi habitación parece una discoteca cutre en la que, en lugar de los Bee Gees, suenan villancicos a todo volumen que consiguen que la fiebre del sábado noche me dure toda una semana. Aunque para nochecita la de ayer: menudo escándalo montó el gordo ese de Papá Noel; parecía que, a falta de chimenea en el edificio, se hubiese colado junto con sus nueve renos por el desagüe de las aguas fecales.
—¡Niñooo, ya está bien! —grito asomado a la ventana de mi cuarto mientras pienso con nostalgia en Herodes.
—¡Viejo carcamal! —me grita la madre del niño desde su ventana. Y justo después se pone a batir huevos con toda la energía que su corpulento cuerpo es capaz de producir.
Al niño le podrían haber regalado una consola, un teléfono móvil, un patinete, lo normal. Pero no: a los pies del escuchimizado árbol de plástico plagado de espumillón y bolas horteras que veo desde la cocina, le han dejado un juego de pompas gigantes de jabón; y esta mañana el patio de luces parece una maqueta a escala del universo. Es una invasión. Las pompas se elevan lentamente, con esos movimientos sinuosos que seducirían si no fuese porque estallan sin previo aviso y lo dejan todo hecho un asco, incluida la ropa tendida que tendré que volver a lavar.
Mira por dónde acabo de encontrarle una utilidad al abrecartas.
Saco medio cuerpo fuera por la ventana y, abrecartas en mano, estiro el brazo todo lo que me da de sí y peleo contra las pompas como un maestro de esgrima. Zas, zas, zas. Cada pompa que pillo desprevenida la rajo por la mitad. Chop. Una menos. Chop. Chop. Chop. Tres. La guerra se recrudece. Las pompas se agrupan para atacarme por todos los flancos; vienen hacia mí como una ráfaga de metralleta. Las embisto moviendo el abrecartas arriba, abajo, en diagonal, zas, zas, izquierda, chop, arriba, zas, esta de la derecha, chop, cuidado, otra vez en diagonal, zas, chop, chop, zas. Me hago un lío con el brazo, chopzaschop, chopzas. Provocadoras, tres pompas de jabón se desvían de su trayectoria y me alcanzan: una en el cuello, plof, dos en la nariz, plof, plof. Me quito los restos de las pompas estrelladas con el dorso de la mano. El ataque no se detiene. Pierdo terreno. El abrecartas chorrea jabón como si estuviese herido de muerte. Las pompas aprovechan para atacar con más ímpetu; son multitud. Plofplofplof. Lo agarro con las dos manos. Plof. Estoy exhausto. Me rindo. Sin soltar el abrecartas me tumbo en la cama. El abrecartas empapa las sábanas igual que si se hubiera meado. Me cabreo. Lanzo el abrecartas contra la pared y se clava justo encima del crucifijo. Por muy poco no cometo un magnicidio, pienso asustado. Y mientras me ocupo en pensar y en recuperar la respiración, una pompa de jabón se desliza sibilina sobre la cama, repta hasta mi pie y me muerde el dedo gordo tan delicadamente que me hace cosquillas. La miro expectante y, por qué no decirlo, con dulzura. ¡Es tan delicada! Le ofrezco el otro pie. Poco a poco me va devorando. Cuando quiero darme cuenta, estoy atrapado dentro de ella. El abrecartas cae al suelo. Muerto. Clock. Y, como si esa fuera la señal, la pompa de jabón se eleva y alza el vuelo conmigo dentro.
3.er Premio en el XX Certamen de Relato ¿Dónde está la Navidad? Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras (AMEIS) y Culturama.
4 ideas sobre “LA INVASIÓN DE LA NAVIDAD”
La imagen del viejillo dentro de la pompa de jabón se queda conmigo…¡Me ha encantado!
¡Qué alegrías me das! 🤩
Qué derroche de imaginación, Margarita. Me ha encantado. Muchas felicidades!!
Besicos muchos.
La magia de la Navidad es lo que tiene: villancicos, luces y montones y montones de imaginación detrás de cada buen deseo.
Un beso grande, Nani 😍🥰